viernes, 9 de agosto de 2013

Magia en Ti - Cap: 16


¿Era curiosidad acerca de ella? ¿Era eso? Tal vez él nunca había conocido una mujer como ella, y estaba fascinado. Echándole un vistazo, su pensamiento se frustró. Nicholas Jonas había estado en un montón de burdeles. Se podría apostar dinero a ello.

¿Le apetecía hacer el amor con ella? Miley había recibido  propuestas de algunos hombres, algunos simplemente porque se sentían solos y no podían encontrar otra cosa, otros porque querían jugar al héroe y rescatar a una mujer caída en desgracia. Gracias a que May Belle le contó de su pasado, Miley sabía cómo ese cuento de hadas siempre terminaba en algún momento. El héroe despertaba una mañana y se daba cuenta de que estaba casado con una pu/ta, y punto y final al cuento de hadas. Las cosas se ponían feas después de eso. Muy feas. Y era una cosa que ella no tenía ninguna intención de comprobar.
Sólo que ella no tenía otra opción. Gus le pediría que se fuera, antes de sufrir pérdidas financieras irreversibles. Miley no podía culparlo por ello. Este saloon era su medio de vida.
—¿Y bien?— Nicholas  dijo en voz baja.
Ella asintió lentamente.
 —Creo que pasaremos un día de campo.
—Esta es mi chica—. Puso la canasta en la mesa y se volvió hacia la ventana, dándole la espalda.
—Lávate la cara, cepíllate el almidón del pelo y vístete, ¿eh? Es una noche hermosa. Sería una maldita vergüenza perder ni un minuto de ella.

Para vestirse, Miley se escondió detrás del biombo, Nicholas empezó preguntarle cuestiones sutiles al principio, que ella se arregló para pasar por alto, a continuación, consultas más directas, a la que le dio respuestas vagas. Finalmente, se sintió frustrado con sus evasivas y le dijo:
—Háblame de ti.
Había nada o poco de contarle. Miley, en Tierra de Jonas, llevaba una vida bastante aburrida, y Francine Graham, no existía a menos que ella estuviese en Grants Pass visitando a su familia. Ella dudaba de que se conformase con esa respuesta, sin embargo, y aunque lo hubiera sido, no tenía ninguna intención de abrir su corazón. Nadie sabía de Francine Graham, ni siquiera Índigo.
 —Yo no soy una persona muy interesante.
—Yo seré el que lo juzgue.
Con dedos temblorosos, se abotonó el cuello alto de su blusa blanca.
—En verdad, no hay mucho que contar. Trabajo, visito a Índigo, duermo, como. Esa es mi vida.
—¿Tienes secretos, Miley?
El tono de burla en su voz hizo erizarse el vello de su piel.
—No tengo secretos. Nada lo suficientemente interesante como para mantenerlo oculto.—
—¿Cuál es tu apellido?
Se enderezó la cintura.
—No tengo.
—Te encontraron en un huerto de repollos, ¿verdad?
—No, en un campo de fresas—. Se sentó en su mecedora a ponerse sus mejores zapatos de tacón alto. Recuperar sus abotonadores de fuera de la mesa, se inclinó hacia adelante y casi empaló su tobillo cuando su sombra cayó sobre ella. Levantó la mirada, enojada mas allá de lo expresable de que él se hubiera atrevido a invadir su santuario privado. —¿Y a ti? ¿Te encontraron en el corral, tal vez? ¿Dentro del estiércol de vaca?
En ese momento, se echó a reír. Arrodillándose frente a ella, le arrebató los cordones de entre sus dedos rígidos y levantó el pie de Miley sobre su propia rodilla.
 —Tu si que serás un peligro para ti si no te atas bien esta bota.— dijo, y empezó a tirar con destreza de los cordones a través de los ojales.

Miley pensó que él representaba el mayor peligro. A sus ojos cautelosos, parecía inusualmente amplio de hombros, todo músculo oculto bajo la seda de su camisa, marcándose cada vez que se movía. En las sombras que bailaban, su cara se veía mucho más morena, al igual que una escultura de caoba, con el pelo reluciente varios tonos más oscuro, sus pestañas increíblemente largas y que acariciaban sus mejillas cada vez que parpadeaba. Su boca era perfecta y masculina, el labio inferior sensualmente grueso, el superior, más fino y claramente definido. Su mandíbula cuadrada claramente hizo que su rostro pareciera duro y terriblemente invulnerable. Un ligero nudo a lo largo del puente de la nariz, cortesía de una rotura que nunca había reparado correctamente, desmentía eso. Sin embargo, esa única imperfección aun mejoraba su masculinidad.
No pudo mirar hacia otro lado, se preguntó cuáles eran sus planes para ella. Su pestañas levantándose en un arco de seda hasta las cejas fuertemente pronunciadas, y el color azul oscuro de los ojos tan extraños y bellos. Después de estudiarla por un instante, le pasó una mano alisando su falda y sus enaguas, sus dedos cálidos agarraron su tobillo y bajaron su pie hasta el suelo.
Incluso a través de la piel de la bota, el calor de su tacto le hizo un nudo en el estómago. Al parecer a él no le afectaba, cogió el otro pie y lo volvió a ponerlo en su rodilla levantada. Hábilmente, inserto los cordones en sus ojales. Él no era ajeno a vestir a una mujer.
—He visto que sabes coser—, señaló con voz de seda. —¿Para quién es el payaso bordado en la almohada? ¿Hunter o Amelia Rose?
Miley lanzó una mirada a la mesa de costura. Este era su lugar privado donde podía olvidarse de su vida en Tierra de Jonas y ser ella misma. Tenerlo a él aquí la hizo sentir violenta.
Al no responder a su pregunta, él la miró de nuevo.
—Me gusta ese vestido que estás haciendo. El rosa te irá bien con tu color, por no hablar de que es hora de que tengas algún vestido bonito con volantes y encajes. Los que usas ahora parecen los de una viuda pobre del doble de tu edad.
Cómo se atrevía a criticar a su guardarropa? Miley apretó los dientes.
—¿Y estos zapatos?— Carraspeó con disgusto. —Ya han visto mejores días. ¿Qué porcentaje de tu salario compartes con Gus y May Belle, por el amor de Cristo? Con los treinta o cuarenta de una noche, yo pensaba que podrías darte el lujo de un calzado decente.
—Mis ingresos es no son asunto tuyo.
Reconoció el punto con una risa baja, lo que la enfureció. Nada de lo que dijo pareció alterarle. Bajó el pie al suelo y se inclinó ligeramente hacia adelante para encontrar su pómulo con un dedo. Su corazón se deslizó en el contacto. Como si intuyera su efecto en ella, él le bajó con cuidado el labio inferior con la yema del dedo, con la mirada clavada en la boca. Por un momento,  pareció dejar de respirar. Miley sabía que ella sí lo había hecho.
—Eres tan dulce—, susurró. —¿Cómo puede ser eso posible?

Era una pregunta que no merecía una respuesta. Y tanto,  su único deseo era hablar, pensó con amargura. Había visto esa mirada en los ojos de los hombres antes, y sabía lo que presagiaba. Cuando él liberó el contacto de su boca, ella dijo:
—Sr. Lobo, ¿hay algo que pueda decir para hacerle cambiar de opinión acerca de esta idea del picnic?  Realmente prefiero…
—Nicholas —, corrigió él, —y no, no hay nada que puedas decir para hacerme cambiar de idea. Acéptalo y disfruta de la noche, ese es mi consejo para ti.
Él se levantó bruscamente y dejó su caricia. Ella vio sus ojos azules oscuros escanear las páginas de su Biblia, y  quiso patearse a sí misma por haberla dejado abierta.
—¿La historia de María Magdalena, Miley?
Para consolarse, leía los pasajes por lo menos una vez al día. Pero jamás admitiría eso. No es que tuviera que hacerlo. Su mirada de complicidad le dijo que había adivinado sus razones para leer esa historia en particular.
—Estoy lista para salir.
Cogió uno de sus rizos almidonados entre sus dedos.
—No del todo.
Caminando hasta el lavabo, humedeció un trapo y cogió jabón. Después de volver, se puso a su lado y lavó el maquillaje de su cara. En el primer toque de la tela, Miley farfulló indignada, eso a él parecía divertirle.
—¿No es difícil?
Ella le golpeó en la mano.
—Estás arrancándome la piel.
El suavizó la presión.
—Entonces, dejar de ponerte esta mie/rda en la cara. Te ves más como la cara del payaso que estás bordando en la almohada.

Miley se negó a ser hostigada. Después de limpiarle la cara, él cogió el cepillo antes de que pudiera anticiparse y comenzó a pasar las cerdas a través de sus endurecidos tirabuzones. Fue sorprendentemente cuidadoso y se esmeró en no tirar de su cuero cabelludo.
—Realmente es difícil sacarlo—, dijo con asombro evidente.
Ningún hombre había cepillado su pelo alguna vez. Parecía una cosa muy personal, algo que un marido podía hacer por su esposa. Miley tenía dificultad para respirar, una condición de que se hacía más pronunciada con cada segundo que pasaba. Después de haber cepillado la mayor parte del almidón, pasó el cepillo en toda la longitud de sus cabellos con una lentitud sensual. Ella le miraba fascinada, congelada mientras dejaba su cabello dorado limpio y brillante. En las sombras de color ámbar que le tocaban, le tomó el pelo caído sobre su regazo como fibras hiladas de oro.
—Hermoso—, susurró. —Al igual que sol líquido con toques de plata.
Miley arrancó el pelo de su mano y mantuvo el cepillo a distancia.
—Me haré la trenza, y entonces estaré lista para salir.
Teniendo en cuenta el agobio que sentía en este lugar cerrado, escapar al aire libre sería un alivio. Al menos, así  podría tener espacio para respirar. Se puso de pie, lo que le obligó a balancearse hacia él pisándole los talones. Ella deseaba que se cayera de plano sobre su trasero arrogante, pero Nicholas Lobo era más ágil que la mayoría, incluso con las costillas doloridas. Ella no perdió la sonrisa que cruzó por su boca.
Así que lo encontró divertido, ¿verdad? Tomó la decisión de renunciar a una trenza, que tomaría demasiado tiempo, se recogió el pelo y le dio varios giros. Paso hacia el espejo sobre el lavabo, tomó las horquillas dispersas al lado de la cuenca y las apuñaló brutalmente en el rodete sobre la cabeza, pinchándose algunas de las veces. ¿Sol líquido? Hombres.
Eran todos iguales. Cogió su sombrero de sobre el perchero, se lo puso, agarrando fuerte las cintas mientras se los ataba. El resultado fue hacerse daño en la barbilla.
Él la miró con una sonrisa pícara.
—¿Miedo de tener pecas?
Miley bufó en respuesta a su pregunta y pasó con rapidez junto a él. Que se riese. No le importaba. Ella no estaba dispuesta a explicar por qué pensaba usar un sombrero de sol por la noche. Podía pensar lo que quisiera.

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