viernes, 9 de agosto de 2013

Magia en Ti - Cap: 17


En el momento en que se encontraron fuera del salón, Nicholas cambió de manos la canasta de picnic, desató los lazos de Miley y le quitó el sombrero. Él no se perdió ni un ápice de la expresión de pánico que puso en sus ojos, y ella quiso arrancarle de nuevo el sombrero pero aunque lo dejó lejos del alcance de su mano,  estaba claramente determinada a que se lo devolviese.
—Es de noche, por el amor de Dios. No lo necesitas para mantener tu rostro oculto ahora.
Por su expresión, supo que había llegado más cerca de la verdad de lo que a ella le hubiera gustado. Vaciló y luego dejó caer las manos, su mirada siguió fija en el sombrero.
—He pagado cincuenta dólares para pasar este tiempo contigo—, dijo en voz baja. —Que me cuelguen si voy a mirar a ese feo sombrero toda la noche.

 Decidido a pasar por alto la mirada asustada en su cara, Nicholas dobló la tela del sombrero y lo metió en su cinturón. Una vez hecho esto,  la agarró del codo para guiarla a lo largo del paseo marítimo, no iba a preguntarle por qué lo llevaba siempre, porque probablemente no le respondería. ¿Por qué tenía miedo que la reconociesen? ¿Se escondía de alguien en particular?
El estudio de su perfil pálido, Nicholas tuvo que darle la razón de alguna manera. Los rizos almidonados y la pintura chillona que llevaba cuando trabajaba alteraban tanto su apariencia que, sólo un observador muy cercano podría hacer una conexión entre esta mujer de apariencia remilgada, propia de una dama joven y la pros/tituta que trabajaba en el Lucky Nugget.

Decidido a hacer la noche tan productiva como pudiese, Nicholas empujó todas sus preguntas a un lado y soltó el codo para tomar su mano. Ella lo miró con incredulidad, que le hizo preguntarse si ella había tenido alguna vez un novio. Era tan bonita que tenía dificultad para creer que no. Esta no podía ser la primera vez que un joven la hubiese escoltado a un paseo.
En este extremo de la ciudad estaba la sala de la comunidad. Un poco más al norte estaba la casa de Índigo y la escuela. Nicholas tenía un destino en mente, y aceleró el ritmo, ya que dejaron el paseo marítimo. El sonido de las voces, de las risas y de la música derivan hasta ellos en el aire de la noche, y miró hacia arriba para ver varias parejas salir del lugar. El baile debía de estar terminando. Le hubiera gustado poder haber llevado a Miley allí. Casi la podía sentir flotando en sus brazos al ritmo de un vals, con las mejillas ruborizadas, los ojos brillantes de placer.
Al mirar hacia ella, no dejó de notar la mirada de anhelo en su expresión cuando vio a las jovencitas con sus mejores galas, todas acompañadas por atentos hombres jóvenes. Tampoco se perdió el hecho de que aumentó su ritmo en un obvio intento de darse prisa para que nadie la viera. Sufría por ella, y no pudo entender por qué continuaba en una profesión que le traía tanto dolor. Tenía que haber una manera de salir. Todo lo que tenía que hacer era ayudarla encontrar una salida.

Sólo cuando se acercaron a la escuela se relajó un poco, e incluso entonces sólo por una medida insignificante. Nicholas optó por ignorar su inquietud y la condujo hasta el patio de recreo. Cuando se dio cuenta que él quería que se sentase en uno de los columpios, se agarró de la falda y sacudió la cabeza.
—No he estado en un columpio durante años. Realmente NO LO HE HECHO-
—Ya es hora, entonces, ¿no?
Después de dejar de lado la canasta,  la presionó hacia abajo sobre el asiento.
 —Agárrate—, ordenó, y luego le puso sus manos alrededor de las cuerdas y se fue hasta su espalda, agarrándola y tirando de ella hasta que sus pies no tocaron el suelo. Ella chilló cuando la soltó. La falda se le agitó en el viento. Con una mano, luchó para meter los pliegues debajo de sus rodillas. Dios no permitiese que le viese ningún tobillo. Nicholas sonrió para sus adentros y la empujó de nuevo con las manos en la cintura cuando ella se columpió de nuevo hacia atrás. Dios, cómo quería conservar sus manos en su cintura y ojalá pudiese tocar con la boca la nuca de la muchacha, donde su rubio cabello  de seda estaba desprendido en esos rizos tentadores.

Se resistió a la tentación y le dio otro empujón fuerte. Al verla, sintió un cierto grado de satisfacción cuando vio que desaparecía algo de la tensión de sus hombros. Sabía condenadamente bien que no siempre era tan seria y retraída. Quería indagar a su manera más allá de las defensas que había subido para defenderse. Quería que se relajase, y recuperase su facilidad y rapidez de reír con él igual que cuando estaba con Índigo y los niños.
La capturó por la cintura otra vez, la suspendió por un momento en el aire, su trasero apretado contra su abdomen. La parte de atrás de su cuello se encontraba a la altura perfecta para que se la besara, y fue una vez más tentado. Se imaginó que su piel se sentiría tan suave como el terciopelo en contra de sus labios, y recordando su olor ayer por la noche, supuso que usaba aroma dulce de  lavanda.

Pero Nicholas tenía una misión en mente, y que se sobresaltase con sus avances sexuales no era parte de su plan. La soltó y siguió con otro impulso para enviarla columpiándose a una altura mayor que antes. Ella chilló de alarma de nuevo, pero la risita que le siguió le dijo que estaba más animada por la altura que por el miedo.
—Me estás empujando demasiado alto. ¿Qué pasa si me caigo?
—Te cogería.
—¿Qué pasa con tus costillas?
Nicholas había casi olvidado sus costillas.
—Están mejor.
—No pueden estar mucho mejor.
—Deja que yo me preocupe por mis costillas Relájate, Miley. Diviértete un poco, por una vez.
Ella soltó una risita sorprendida cuando le dio otro empujón.
 —Parece una manera muy peculiar para un hombre de perder cincuenta dólares.
—Soy un tipo peculiar.
Continuó empujándola hasta que hizo lo que le sugirió y disfrutó de ella misma. Cuando finalmente se cansó y la paró con cuidado, ella ladeó la cabeza para mirarle, sus grandes ojos llenos de preguntas y mucho más que un poco de desconcierto. Esto parecía un juego de adivinanzas.
—¿Por qué me has traído aquí?— preguntó finalmente.
Con cada minuto que pasaba en su compañía, sus motivos eran cada vez más confusos, incluso para él. Evadiendo el tema, la dejó sentada allí y fue a buscar la canasta de picnic. Ella lo miraba con recelo cuando puso una manta ligera debajo de la encina en el borde del campo de recreo.
Sentado con las piernas cruzadas sobre la franela, le dio unas palmaditas en un lugar junto a él.
—Vamos. Yo no **beep**. Por lo menos es difícil que lo haga.

Ella permaneció en el columpio por un momento, claramente recelosa y sospechando de sus intenciones. Nicholas fingió no darse cuenta y comenzó a sacar la comida. No era nada espectacular, pero era lo mejor que había sido capaz de conseguir sin pedir a su madre que le preparara algo especial. Panecillos de maíz,  melón, el pollo asado frío y una botella de vino que había comprado especialmente para esta ocasión. Se sirvió un poco de vino tinto en cada una de las tazas que había traído, muy consciente de que ella finalmente estaba caminando en su dirección, aunque lentamente.
—Espero que te guste el pollo frío.— Él hundió sus dientes en una pata y cayó de espaldas sobre un codo, sonriéndole mientras masticaba. —¿Tienes hambre?

En verdad, Miley se moría de hambre. Rara vez comía algo de  noche. Hasta ese primer cliente que entraba por la puerta cada noche, siempre estaba medio enferma con la tensión, y había aprendido hacía mucho tiempo que su estómago se rebelaba si comía algo antes que su turno comenzase.
—Supongo que podría tomar un aperitivo.
Hizo un gesto para que se sentara. A pesar de que sabía lo rápido que podía moverse, tener algo entre ellos, incluso algi tan inadecuado como una barrera hecha con una cesta de mimbre, la hacía sentirse mejor. Recolocó su estrecha falda, se envolvió bien las rodillas. Él la miró especulativamente. Teniendo cuidado de cubrir con modestia los tobillos,  lanzó una mirada curiosa hacia la cesta, espiando otra pata de pollo, y vacilante, la tomó… Dorada y crujiente. Ella le dio un mordisco pequeño.
—Mmm. Es delicioso.
—Mi madre es buena cocinera.
Él cambió de codo, se inclinó más cerca de la canasta para buscar dentro de su contenido. Oyó el ruido de utensilios de comer. Un instante después, con la mano sacó un tenedor con un trozo de melón atravesado en sus dientes. Sin previo aviso, lo llevó hasta ella, no dejándola más remedio que separar sus labios para comerlo.

Melón. El jugo dulce le llenó la boca y el sabor era absolutamente exquisito. Gus rara vez compraba fruta fresca, pues no era cosa que a los clientes ebrios, por lo general les gustara comer. A veces había fruta en la casa de Índigo, por supuesto, pero por lo demás no la probaba.
Después de tragar, se le ocurrió que el melón no estaba todavía de temporada. Sorprendida, y por un momento olvidando su cautela, le preguntó:
—¿De donde sacaste el melón?
—Jeremy, el cuñado de Ínndigo. Ya sabes, el hermano de Jake. Volvía desde California, y se detuvo aquí en su camino de regreso a Portland. Le trajo a mi madre una caja entera de melones. No estaban del todo maduros, por lo que los envolvió en papel para que madurasen y endulzasen. Ahora tenemos melón que nos sale por las orejas.

Eso sonó celestial a Miley, y le hubiera gustado tener  alguno para llevar a casa de su madre el fin de semana siguiente. El melón era la fruta favorita de María de Graham.
—¿Melón casi dos meses antes del tiempo? Me cuesta creerlo, y su sabor es tan bueno. ¿Quién iba a pensar que iban madurar envueltos en papel?
—California tiene una temporada mucho más larga de crecimiento. El sol, un montón de sol. La gente de ahí abajo tienen rostros curtidos y morenos todo el año.
—Y en Oregón sólo estamos morenos por el óxido de las minas.
—Hablas como una nativa de Webfoot, o me equivoco. ¿Dónde naciste, Miley? ¿En algún lugar cerca de aquí?

El calor inundó sus mejillas. Era evidente que esperaba la menor ocasión para sacarle información, ella no podía  bajar la guardia, porque al mínimo resbalón se olvidaba de su cautela.
—En un campo de fresas, ya te lo dije.
—Pero no en una parcela de aquí en Tierra de Jonas. Si fuese así, habrías ido a la escuela aquí, y no te recuerdo.
—Tal vez nunca fui a la escuela.
—Mi trasero. Eres muy bien hablada para que ese sea el caso. Tengo un buen oído para la gramática vulgar. Mi tía Amy fue un infierno de maestra, haciéndonos aprender el uso correcto del idioma.
—He leído mucho.
—¿Y quién te enseñó a leer?
Nicholas suspiró.
 —Un maestro, por supuesto. Asistí a la escuela hasta mi decimotercer año. Luego tuve que dejar de asistir.
La garganta de Nicholas se hizo un nudo. Trece. Poco más que un bebé. Cristo.
 —¿Fué cuando empezaste a trabajar?
—Poco después de eso.
—¿A los trece años? (ame esta historia por ella kjdsahf es tan triste)
—Sí.
—Hijo de pu/ta.— Nicholas tiró su muslo. Quería tirar más que eso. La cesta de picnic, tal vez. Una niña vendiendo su carne inocente a los hombres.—¿Dónde diablos estaba su padre? ¿No tienes uno?
—No. Murió en un accidente.
—¿Y te dejó huérfana?
Ella dudó.
—Sí. Soy huérfana.— Una mentirosa consumada, es lo que era.
—¿Y nadie se ofreció a cuidar de ti?
Ella volvió la cara. Después de un largo momento, dijo:
—He dicho todo lo que puedo contar. Si me trajiste aquí para hacerme preguntas, me voy a volver.
Nicholas sabía que significaba eso. Volvió sobre sus conversaciones, tratando de recordar lo que habían estado hablando antes de que él se hubiese salido del camino.
California. Webfeet. Terreno seguro. —¿Te gustaría un poco más de melón?
—No, gracias.
Había echado a perder su gusto por él, y él quiso patear lo que fuese. Con el tiempo iba a aprender todo lo que quería saber acerca de ella, pero el proceso no podía ser con prisas.
—¿Alguna vez has estado en California?
—No, he conocido a gente de allí.— Es evidente que trataba de recuperar su compostura, ella respiró hondo, exhaló con voz temblorosa, y luego forzó una sonrisa trémula.
—Todos se ven ricos. Sé que no puede ser, por supuesto, pero hay algo acerca de ellos… un aire de sofisticación. Y todo el gasto que parecen hacer comprando ropas en la tienda. ¿Has notado eso?
—No todos ellos. Tal vez, todos los que he visto. La gente que puede pagar el pasaje de tren suelen ser adinerados, supongo. Vi gente pobre allí, igual que ví ricos. La única cosa que la mayoría de ellos tenían en común, que yo recuerde, fue rostros tan tostados como las uvas pasas.
—¿Incluso las damas?
Su boca se apretó un poco.
 —No, no las señoras, por supuesto. Ellas protegen su piel.— Al tocar su sombrero, que todavía estaba metido en su cinturón, añadió, —Van siempre con cofias y sombreros, en su mayoría.
—Me atrevería a decir que serán mas lindos que ese mío.
—Algunos. A decir verdad, yo no tuve mucho trato con las señoras, mientras que estuve allí.
Algo en su expresión y la forma en que dijo que las señoras, le dijo que su visita había sido desagradable. No pudo resistirse a preguntar,
—¿Qué te llevó hasta allí?
—Madera. Quise conocer los bosques de secuoyas. Durante un descanso, me fui más al sur en busca de otro trabajo. Si piensas que hace calor aquí, deberías  estar abajo allí en el verano. Se puede freír un huevo en el asiento de un carro.

—Bueno, todo ese sol sin duda lo convierte en una maravilla, sobre todo para el melón.
—Es aún más dulce si se madura en su planta.— Tomó un sorbo de vino y le guiñó un ojo sobre el borde de la taza. —Igual que las fresas.
Miley rara vez se permitía más que unos pocos sorbos de licor, vino incluido, pero esta noche se decidió a hacer una excepción. Nicholas hacía que se tensara.
 No podía bloquearle como lo hacía con otros hombres. No en estas circunstancias, por lo menos. Tomó un sorbo  de Borgoña y miró con nostalgia a la canasta, deseó probar otro poco más de melón. Como si él hubiera leído sus pensamientos, clavó otro trozo y se lo ofreció. Esta vez no objetó. Inclinándose hacia delante, lo agarró con los dientes. Para su consternación, el jugo brotó. Él gimió y se tapó los ojos. Horrorizada, Miley se tragó el bocado de fruta.
 —¡Dios mío! Lo siento.
Apartando sus dedos, se asomó a ella, su sonrisa mezclada con diablura.
—Te pillé.
Ella soltó una carcajada sorprendida.
—Eres imposible.
—¿Acaso no soy justo?
Él se rio y volvió su atención al pollo.
Miley hizo lo mismo. Un cómodo silencio se posó sobre ellos. Tomó otro sorbo de vino, preguntándose si sus efectos adormecedores podrían ser la razón por la que estaba empezando a sentirse muy relajada.
Nicholas devoró más de dos piezas de pollo antes de terminar su vaso. Se dio cuenta de que dejó la mitad del plato de trozos de melón para ella. Mientras ella terminaba de comer, él rodó sobre su espalda a contemplar el cielo estrellado. Miley se demoró en la comida, temiendo el momento en que su boca ya no estuviese llena y que tuviese que comenzar a hablar de nuevo. No tenía idea de qué más se podía hablar con él. No se podía hablar de melón y los californianos durante tanto tiempo.
Eventualmente, sin embargo, su estómago comenzó a sentirse lleno, y sabía que si seguía comiendo, se pondría enferma. Después de lanzar los restos en la oscuridad para los animales salvajes, empezó a limpiar los platos con una servilleta y guardó la comida. Cuando llegó a la jarra de vino, él dijo,
—Deja eso. Yo no sé tú, pero me gustaría un poco más.
Miley no estaba del todo segura de que debiera unirse a él. Pero cuando él se sentó para volver a llenar sus copas,  no le dio la cortesía de elegir. 

Simplemente le sirvió más vino y le entregó la copa. Ella lo aceptó sin comentarios. Cruzando las piernas y metiendo los talones perfectamente debajo de los muslos, él hizo una mueca y se inclinó ligeramente hacia delante, con los codos en las rodillas. A pesar que sus costillas claramente le dolían, era sorprendente su agilidad para lo alto y musculoso que era el hombre. Se veía tan cómodo, que extendiendo sus faldas  asumió su misma posición.
Sus ojos se volvieron cálidos al mirarla, dijo,
—Estás hecha una verdadera squaw, bonita con el pelo rubio plateado y esos grandes ojos verdes. En el Pueblo de mi padre, cualquier guerrero joven y emprendedor te habría reclamado. Con ese pelo, tu familia podría haber conseguido un centenar de caballos por ti, y eso hubiese sido una oferta a la baja.
—Los cincuenta dólares que gastó esta noche ya es lo suficientemente indignante.
Miley inmediatamente quiso tragarse sus palabras de vuelta. Pero las palabras salieron antes de lo que ella pensó. El silencio descendió. Un silencio tenso. Por esta noche, pertenecía a este hombre, y su comentario irreflexivo les había recordado a los dos eso.
En busca de algo, cualquier cosa, le puede dar a ir más allá del momento, se frotó las manos en la falda.
—Con las piernas cruzadas. ¿Es así como se sientan las mujeres Comanche?
—Hum—, se corrigió. Luego se encogió de hombros. —No todas, supongo, pero un buen número. Rara vez tenían sillas, ya sabes, si te sienta de otra manera tendría que conseguir un respaldo en la parte de atrás.
Ella no podía dejar de notar que se refería al Pueblo de su padre en pasado, y se preguntó cómo se sentiría acerca de eso. Una sociedad entera, en su conjunto, destruida. Desde que asumió su profesión, Miley había encontrado consuelo a menudo entre las tapas de un libro, y debido a su amistad con Índigo, leer acerca de los indios de las llanuras le había interesado por un tiempo. Sólo durante un corto tiempo. Pronto se hizo evidente para ella que la mayoría de los libros impresos acerca de los comanches, o cualquier otra tribu, habían sido escritos desde un punto de vista muy sesgado.
—Debe ser muy difícil para tu padre y para ti, a sabiendas de que algunas de las personas que sobrevivieron están en las reservas ahora. La forma de vida que una vez amaron ya no existe.
—No se ve de esa manera.
Miley se preguntó de qué otra manera se podría mirar. Debido a que su hablar de su relevado de la necesidad, se decidió a preguntar.
—Es la creencia de mi padre de que su pueblo vive en nosotros—, explicó en voz baja. —Mientras cantemos sus canciones, ellos no morirán jamás. Los comanches eran un pueblo noble, gente maravillosa y siempre dejarán una marca que nunca se podrá borrar.

Era un hermoso pensamiento. Miley suspiró y tomó otro sorbo de vino. Siguiendo su ejemplo y ella colocó los codos en las rodillas, y se permitió relajarse un poco más, empezando a creer, a pesar de que estaba en contra de su buen juicio, que tal vez todo lo que realmente quería fuese su amistad. Él no había hecho ningún otro movimiento hacia ella.
—La gente sostenía que no había ayer, sólo mañana—, prosiguió, —así que mi padre nunca nos dejó llorar por lo que fue. Él mantiene su mirada fija siempre en el horizonte. ¿Qué ha pasado un minuto, o un día, o hace un año? no importa. ¿Quién era él entonces? no importa. Sólo el ahora y la forma en que planea seguir adelante, tiene importancia.
—Eso es muy idealista.
—Pero es cierto.— En el claro de luna, sus ojos brillaban como el terciopelo azul, tachonado con diamantes. —Piensa en ello. En este instante, trata de concentrarte en este mismo momento que ahora vives. —Él estuvo en silencio por un instante, luego la sonrió.— ¿Lo ves? Antes de que incluso puedas capturar el momento, este se había ido. Perdido para siempre para ti, y nunca lo podrás recuperar. Cuando se piensa en él de esa manera, es una especie de absurdo que mucha gente piense en lo que les sucedió ayer. Ya está hecho, se fue, es polvo en el viento.
—Sin embargo, los recuerdos siguen vivos.
—Si tú dejas que sea así.
—A veces nuestros ayeres controlan nuestro hoy y también el mañana, no importa cuánto podamos desear lo contrario.
Él negó con la cabeza.
—Los últimos recuerdos para nada, porque el momento que algo pasa, está detrás de ti.
Tenía algún maravilloso tipo de sentido. Ella sonrió con tristeza. —Si la vida sólo pudiese realmente ser tan simple.
—La vida es como una manta que tejes a tu alrededor. Tú haces tu propio tejido.
Mientras hablaba, se rió entre dientes, como de una broma privada. Fascinada, Miley lo estudió. Era más parecido a Índigo de lo que había pensado a primera vista, se dio cuenta. Como recientemente, en la mañana de ayer, en que nunca podría haberlo imaginado diciendo cosas tan bonitas y profundas. Pero mirándolo a los ojos, sabía la sinceridad que había ellos. Así como siempre eran los de Índigo. También sabía que sus palabras iban dirigidas directamente hacia ella, que estaba tratando de decirle que no estaba obligada a ser para siempre quién y qué era en este momento, que podría cambiar si así lo deseaba.
Si sólo pudiera ser tan fácil.
Deseando. A veces le parecía que había pasado toda su vida deseando, y siempre por cosas imposibles. No importa lo que dijese, las condiciones a menudo creaban el tejido de su vida, y no había nada que pudiera hacer para cambiar eso.
 —Sal de aquí, conmigo—, susurró.
Las palabras se deslizaron suavemente en la mente de Miley. Por un momento, pensó que lo había imaginado. Pero cuando se reorientó en el rostro de Nicholas  ella se dio cuenta por su expresión que no lo había hecho.
—Sal de aquí, conmigo—, repitió. —Cuando mis costillas se recuperen y me vaya, ven conmigo. Sin obligaciones. Así como amigos. Te ayudaré a encontrar un trabajo en alguna parte. Tu podrás dejar todo esto detrás de ti y olvidar lo que sucedió. Tierra de Jonas es un lugar pequeño, e incluso si llegas a tener caras conocidas cerca, tu rostro nunca volverá a ser reconocible. Con la cara lavada y el pelo recogido, no te pareces en nada a Miley en el Lucky Nugget .

Sabía que no se parecía en nada a la Miley del Lucky Nugget, había hecho todo lo posible para estar segura de eso. Trataba de pensar en una manera de poder explicarle sus circunstancias, a él, sin ir demasiado lejos, miraba hacia la oscuridad de los bosques que rodeaban el patio de la escuela. Se dio cuenta ahora que había juzgado mal a Nicholas  Su búsqueda incesante de su compañía eran por motivos filantrópicos,  no carnales. Sinceramente quería ayudarla, no como un héroe que la rescatase en sus brazos, sino como un amigo. El pensamiento trajo lágrimas a sus ojos.
—Si pensar en salir de aquí te asusta—, susurró, —no lo permitas. Hasta que te valgas tu sola, me haré cargo de tí. Si las cosas van mal, me tendrás a mí para apoyarte.

Miley parpadeó. ¡Oh, Dios! Era tan injusto. Para alguien que le ofrecía una cosa y no ser capaz de aceptar. La parte más terrible de todo era que dudaba que jamás podría hacerle entender que no, sin revelar demasiados secretos.

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